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Tantas cosas teníamos pendientes

Por Javier Petit de Meurville

Dicen que la vida no es lo que vivimos, sino lo que recordamos al contarla.

Todos tenemos historias que regresan recurrentemente y otras que aparecen, de golpe, no sabemos muy bien por qué.

Muchas de esas historias rescatadas, anécdotas o pequeños detalles de la vida que hemos atravesado, despiertan un mundo, nos interpelan de una forma que nos cuesta poner en palabras. Y si bien la memoria puede encenderse con una música, con un perfume, con una acción inesperada, seguramente prospera cuando, sin ninguna agenda, ni más motivo que el propio encuentro, dialogamos, mano a mano, con un ser querido.

Tal vez por eso algo que siempre tengo pendiente, es visitar a un hermano. Esto no tiene que ver con la cantidad de hermanos, pues somos muchos, ni siquiera con la distancia y mi gusto por viajar, sino, por el contrario, con la cercanía.

No hay nada más diferente, igual e irremplazable, que un hermano.

Lo sabía, mucho antes que yo, Sófocles. En la tragedia griega, Antígona desafía las leyes y pone en riesgo su propia vida, por su hermano. En sus labios Sófocles nos dice que un hijo, por duro que sea, se puede reemplazar teniendo otro; una pareja, también; pero no así un hermano.

La mayoría de mis hermanos revirtieron el camino de mis padres. Mis padres eran del interior y fueron, en sucesivas mudanzas, acercándose a Buenos Aires. Salvo mi hermana menor y yo, todos los otros regresaron al interior, y están radicados en diferentes provincias.

Estaba en Bariloche, visitando a mi hermana, cuando vimos que se venía la cuarentena. El martes 16 de marzo adelanté el regreso. En las sucesivas estaciones de servicio donde paraba a cargar nafta, iban aumentando las restricciones referentes a la pandemia. Parecía una carrera contra reloj. Primero, limitando las mesas en las confiterías; en la siguiente el personal con barbijo y guantes, y número limitado de personas dentro del bar; en las últimas, ya el bar estaba cerrado y solo se podía cargar nafta.

El segundo día del regreso, saliendo de General Acha, amaneció una lluvia torrencial, de esas cuyas gotas gordas te pegan como si fueran pelotas de golf caídas del cielo, pero en el horizonte se veía despejado. Efectivamente, a los pocos kilómetros, la lluvia quedó atrás y todo el frio de la tormenta por delante.

Pero pasando Lonquimay comenzó una neblina intermitente, que se hizo contínua. Paré al costado de la ruta, para tomar una fotografía. Soy de los que gustan viajar sin apuros. Las ramas retorcidas de un árbol, la vista a un lago, una tranquera desgastada por los años, las repentinas ganas de tomar mate, me detienen y esas paradas azarosas son tanto o más importantes que llegar. Sin embargo, la posibilidad de los cierres de frontera le daba otra urgencia a este regreso. Y permanecer en una banquina un día de niebla, en la ruta angosta, no era lo más agradable.

Por el retrovisor ví unos potentes focos antiniebla que se acercaban con velocidad. Era una camioneta cuatro por cuatro. Volví inmediatamente a la ruta. “Ese es mi lazarillo”, me dije. La seguí a prudente distancia de frenado. La camioneta tocaba los 140 km/h sin pudor. Fuimos en tándem hasta que la niebla nos abandonó y la mañana se hizo celeste en Pehuajó.

Pero ya no volvía de Bariloche. Yo estaba de pronto de copiloto, en unos de los viajes en los que acompañaba a papá, cuando iba o volvía de visitar a los familiares que habían quedado en el interior. Esa noche ni las estrellas se veían. Papá era particularmente apegado a las agendas, a los tiempos, muy detallista con el auto y se concentraba completamente en la ruta. No le gustaba hablar cuando manejaba y, entre sus hijos, tal vez me elegía como copiloto porque nunca me costó mantenerme callado. Posiblemente no haya sido así, pero me gusta recordarlo de esa forma. Como sea, esa noche oscura, de pronto, disminuye la velocidad y se deja adelantar por otro auto. Luego, acelera. “Ves esas dos luces?”, me dijo, señalando las luces traseras del auto. “Yo las voy siguiendo, a distancia, y ellas me van marcando el camino. Me anticipan si hay una curva, si viene una bajada, si se detienen porque hay un camión. Ese es mi lazarillo”.

Hace unos días fue el cumpleaños de mi ahijado. Fue mi hermana Guillermina, desde Bariloche, quien armó un zoom. En la pantalla cuadriculada por la imagen de cada uno, la conversación se hizo divertida, caótica. Cuando recordé la anécdota del lazarillo, comenzaron a brotar otras anécdotas y las carcajadas regresaron también.

Parte de nuestra propia historia se esconde en la memoria de nuestros hermanos. Parte de sus historias se mantienen en nuestra memoria. Con el diálogo, los olvidos se conjuran, los recuerdos se refuerzan, aunque algunas cosas las recordemos en forma opuesta y, otras, se mantengan en un punto ciego.

A veces, seguimos a un lazarillo, y otras, sin darnos cuenta, somos el lazarillo de alguien que nos observa.

Tal vez el pendiente que tenía, no era tanto el de visitar a este u otro hermano. Sino el de tener estas conversaciones. Darnos cuenta de las ausencias y, también, de las presencias que nos acompañan.

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