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Tantas cosas teníamos pendientes

Por Javier Petit de Meurville 

Mi segundo nombre es “Paciencia” y mi primer nombre es “Sin”, decía mi amigo Rubén. Y todos los que lo conocemos le dábamos la razón. No es que nosotros practicáramos el budismo zen, precisamente, pero lo cierto es que Rubén nos superaba en intensidad y calidad en esto de no tener paciencia.

Si, en un restaurant, entre los ocho presentes, esperábamos más de quince minuto la entrada, Rubén no se enojaba con el mozo, ni empezaba a quejarse por esto o por aquello, ni miraba el reloj refunfuñando. Simplemente se levantaba de la mesa, se acercaba a la cocina y con una sonrisa, se ofrecía a darle una mano a los muchachos, pues deberían estar con mucho trabajo para que las rabas con fritas todavía no “marchasen”. Todo era culpa nuestras que nos caíamos de a ocho al restaurant.

Pido disculpas por hacer referencia a rabas y papas fritas en un restaurant, y evocar tal vez en uds. su restaurant preferido, ahora cerrado, y su grupo de amigos, ahora distanciados. En nuestro caso, ese era Mujik, en Villa Urquiza. Un bar en una esquina oculta, con los dueños al frente, capaces de salirse del menú ante una simple consulta, como si estuvieras en tu casa y alguien cocinase para vos a tu pedido.

Rubén es uno de los solteros del grupo. Soltero por tercera vez. Cuando habla de su novia, se refiere a ella como su futura ex mujer, y creemos que, dado su primero y segundo nombre, seguramente lo dice en serio.

Mi amigo representa a algo más de un tercio de los hogares en Capital Federal en donde vive una persona sola. En el interior, en los grandes conglomerados urbanos, los números no son muy diferentes. Esto quiere decir que, seguramente, todos conocemos a alguien que vive solo.

Los pendientes, en ese caso, son muy diferentes a los pendientes de, digamos, mi hermana Angie, que vive con su marido Fernando, y mis tres sobrinas de 15, 13 y 7 años (obsérvese que esas tres bellezas antes que sus hijas, son primero mis sobrinas). Los pendientes de mi hermana Angie son bastante cotidianos, van desde lavar los platos, hacer la coreografía para un Tik Tok con sus hijas y engancharlo a mi cuñado (es tan tierno que cae siempre en la trampa de esas hermosuras), entrar al Classroom de la menor, o hacer un zoom con lo muy poco que puede hacer de su trabajo, sacar a Cody, el ovejero alemán que la convierte en barrilete cuando se cruza a otro perro, preparar el pedido on line en el supermercado para ella y para su suegra… y la lista podría seguir.

En el caso de mi amigo Rubén, la señora que limpia y su novia son las dos mujeres más importantes en su vida, y no puede ver a ninguna de las dos. Sus pendientes principales son pasar el trapo, limpiar los dos baños que tiene en su PH, algo que aprendió en esta pandemia, y, sobre todo, una pila de ropa para planchar. “La plancha es mi límite”, me dijo cuando lo consulté para esta nota. “Con guantes, me banco limpiar todo, pero la plancha no tengo ni idea de cómo se enciende” La ropa deportiva (remeras, buzos y jogging) se convirtieron en sus aliados principales en la guerra contra la plancha, cuando descubrió que, después de lavarlos, si los colgaba de la forma apropiada, no tenían prácticamente arrugas. Todo lo otro de su casa, de su local de regalos, dejó de preocuparlo y no lo considera como pendiente. Noté en su voz una auténtica calma y tranquilidad. Me sorprendió.

Tal vez todo esto es una pesadilla que estoy teniendo cuando tengo ocho años, y no sé si soy un niño que sueña a un adulto encerrado en una ciudad donde todos tienen barbijos y corren el riesgo de una enfermedad terrible, o soy un adulto que ha olvidado la pesadilla de cuando era niño. ¿Qué es la realidad y lo realmente importante, después de todo?”, me dijo.

¿Cómo puede el Señor Sin Paciencia estar tan calmo en su día 73 de cuarentena? ¿Lo está medicando el psiquiatra? ¿Se ganó el Quini? ¿Se intoxicó con alguna sustancia psicotrópica? ¿Será este un síntoma no detectado aún del famoso Covid-19?

“Es la parábola del sueño de la mariposa, de Chuang Tzu”, me dijo mi hermana Angie cuando le comenté la conversación con Rubén. “Tu amigo no se está volviendo loco, está haciendo meditación. Vas a ver. Preguntale.”

Mi hermana, con lo agitada de su agenda, a punto de un ataque de nervios, empezó meditación hace poco, y me insiste con que lo haga. No es que me vea más fuera del eje de lo que suelo estar, sino que ella cree que todo el mundo debería hacer meditación. Con lo cual, al principio, su teoría me pareció producto de un sesgo personal. Mi amigo Rubén está tan lejos del yoga y la meditación como un boliche un sábado a las tres de la madrugada. Es cierto que hace 73 días que no lo veo, pero apostaba más a que su calma fuera un nuevo síntoma. Pronto lo anunciarían los médicos. Perdida del gusto, perdida del olfato, fiebre, e inesperada paciencia y relax, igual, Covid-19.

Con esta preocupación, volví a llamarlo.

Efectivamente, hace casi un mes ya que hace meditación. Todos los días.

Parece que la OMS hace bien en no incluir a la paciencia como síntoma de la enfermedad.

Tal vez, como diría mi hermana y mi amigo Rubén, por el contrario, la meditación y la paciencia sean parte del remedio.

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