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El día después

Por Santiago Prieto
La superstición trae mala suerte.
Raymond Smullyan (1919-2017)
En esta sección se busca aportar a las reflexiones acerca de lo que sigue a este lapso de alarma y preocupación, a esta crisis que genera la pandemia del COVID-19. Es decir que en ella tratamos de acercar contribuciones para pensar qué cosas serán iguales y cuáles distintas, quiénes seremos, qué sociedad conformaremos, qué roles y qué lugar se le requerirán a los Estados, qué impacto tendrá sobre las relaciones sociales y productivas. Qué aprenderemos de esta pandemia.
La frivolidad en el abordaje de los problemas es tan peligrosa como los problemas mismos y su mejor cómplice al banalizar su naturaleza, sus riesgos y sus impactos. No alcanza con la buena onda, con avanzar con optimismo y con confianza, con salir para ganar ni tantas otras frases y actitudes triunfalistas y más cercanas al marketing deportivo que a la conducta seria, responsable, comprometida y necesaria frente a situaciones de seriedad y profundidad tales como las actuales.
La humanidad debió afrontar diversas crisis en su historia, varias de ellas desatadas por epidemias masivas que la pusieron a ella y a la civilización en grave riesgo, a veces al borde del precipicio. Hoy la ciencia tiene más recursos, más razones y genera mejores respuestas. Seguramente esta pandemia del COVID-19 tendrá consecuencias menos dramáticas en términos de cantidades. No obstante, probablemente cuestionará los modos en que nuestras sociedades se organizan, distribuyen los recursos, atienden la salud, gestionan la educación y no sólo en los momentos de las crisis. A lo mejor, la solidaridad reaparecerá no sólo como un valor deseable en lo individual sino también como un atributo exigido a los modos de organización social, económica y política. Sobre estos y otros aspectos pensaremos juntos. Tal vez al mirarnos en esta situación crítica y atípica descubriremos que si constituyéramos una sociedad y una humanidad justas y todos estuviéramos bien, todos viviríamos mejor.
Lo esencial y lo accesorio
La preocupación en cuanto a la distinción entre lo esencial y lo accesorio -al igual que lo hicieron las discusiones acerca de ello- ha acompañado a la humanidad en la civilización occidental, al menos, desde hace unos 2.400 años. Aceptamos aquí que lo esencial es aquello que hace que las cosas sean lo que son y no otra cosa, aquello sin lo que dejarían de ser, en tanto lo accesorio es algo contingente que podrían perder sin desaparecer.
Otra cuestión que motiva más de unas cuantas discusiones acaloradas es la referida a las relaciones de causalidad entre diversos elementos, no pocas veces resuelta con alguna teoría conspirativa, recurso siempre apropiado para explicar cualquier cosa que se presente. Qué antecede a qué, qué es lo que origina y qué es la consecuencia.
Planteado así, esto se parece más bien a preocupaciones para una trasnochada discusión de café (habría que esperar a que eso vuelva a ser posible, ya que hacerlo vía Zoom o WhatsApp sería casi una misión imposible). Sin embargo, se trata de aspectos medulares para el abordaje de cualquier cuestión, para comprender los asuntos y fenómenos que observamos y para formar nuestras propias opiniones al respecto.
¿Y qué tiene que ver todo esto con la pandemia actual? Probablemente mucho, porque cuando se nos mezclan las categorías y las relaciones, los sofismas pueden resultar muy tentadores para ofrecernos una satisfactoria ilusión de resolución de los problemas, los conflictos y las disyuntivas.
Y en tiempos recientes hemos estado oyendo y viendo diversos ejemplos de esto último. No vamos a detenernos, por innecesario, en algunos tan desopilantes como la negación de la existencia del Covid-19 -atribuyendo todo lo referido a la Pandemia a una supuesta conspiración de carácter planetario- o el terraplanismo. Pero hay otros que podríamos señalar por la intensa reiteración de su aparición en medios de comunicación y, probablemente en consecuencia, en las conversaciones oídas en distintos ámbitos.
De entre ellos quisiera mencionar la confusión en cuanto al problema al que nos enfrentamos. ¿El problema es el virus o la cuarentena? Cuando se insiste en el nefasto impacto económico de la cuarentena, ¿Se asume que la muerte de unos cuantos miles de personas -inevitables de no recurrirse a las medidas de aislamiento existentes- no tendría impacto, tanto sobre la economía como sobre la totalidad de la vida de la sociedad?
La insistencia sobre las dificultades y los inconvenientes que la cuarentena supone para todos nosotros, ¿significa que sería mejor correr el riesgo de contagios masivos y las consecuentes muertes?
¿Es razonable alarmarse con los contagios ocasionados en un baby shower, en un asado clandestino, en una fiesta de casamiento o en un encuentro de mate, pero salir masivamente a correr por los parques y calles como si se hubiera firmado una tregua con el virus? ¿Es tan cierto y comprensible que sea tan difícil resistirse a la necesidad de esparcimiento al aire libre?
Por supuesto que lo deseable es que no tuviéramos necesidad de estar en cuarentena y con las restricciones que vivimos en este lapso, particularmente en la Ciudad de Buenos Aires y el área metropolitana, pero no parece, seriamente, que las alternativas sean mejores. Tampoco que nuestro sentimiento de merecer algo mejor haga diferencia alguna al momento de enfrentarnos y enfrentar a otros al contagio.
Otras afirmaciones que circulan son del estilo de indicaciones de que el Covid-19 es como una gripe más, que no son tantas las víctimas fatales, que hay otras enfermedades que producen mayor cantidad de víctimas y no generan tanta alarma ni tantas medidas. Suele aceptarse que los números hablan fuerte; veamos algunos sobre causas de muerte (la comparación “x 100.000” se refiere a la cantidad de habitantes):
 

País

Cáncer

Accidentes tránsito

Homicidios

Covid-19

X 100.000

Cantidad

X 100.000

Cantidad

X 100.000

Cantidad

X 100.000

Cantidad

Argentina

102

44.880

15

6.627

5

2.200

1,7

772

Brasil

119

250.000

21

44.000

19,8

41.635

19,6

41.162

Chile

121

23.000

8,5

1.617

2,6

483

15,1(1)

2.870(1)

EE.UU.

183,6

606.000

11

36.120

4,5

14.970

35,3

116.649

Uruguay

234

8.200

11

378

11,1

391

0,7

23

Datos de 2019. Las muertes por Covid-19 son las informadas al 11/6/2020. En el caso de EE.UU. sólo se contemplan los homicidios ocurridos en su territorio; se excluyen las muertes resultantes de su intervención en conflictos armados en otras partes del mundo.
(1)Este artículo fue escrito el viernes 12/6/2020; en los diarios del domingo 13/6/2020 se publicó la confirmación de un escándalo ocurrido en Chile en cuanto a la información sobre el número de fallecimientos como consecuencia del covid-19. Serían casi el doble de los informados oficialmente. De esta manera -si se tomaran sólo 5.000 muertes, en Chile serían 26,3 muertes por cada 100.000 habitantes, un panorama muy grave

Si la afirmación precedente tuviera validez, en nuestro país podríamos olvidarnos de las medidas de prevención del Covid-19 (por lo menos hasta que, por su ausencia, la enfermedad gane terreno y nos ponga -simultáneamente con las situaciones ya vividas por otros países, varios del mundo desarrollado- en la necesidad de volver a tomarlas, pero tarde…) y también de las de atención de los homicidios, que implican muchas menos muertes que varias enfermedades (sería una jugada arriesgada, pero novedosa y acarrearía el consiguiente ahorro que habría en cárceles, policía, justicia penal y anexos; también hasta que las cifras crezcan lo suficiente como para merecer las medidas eliminadas).
Esta crisis pasará, como han pasado otras. Necesitamos evitar lamentarnos de los problemas que ocasiona y centrarnos en superarla de la mejor manera y en las mejores condiciones posibles. Y pensar que esta pandemia no será la última. Hoy los virus viajan en avión (sí, es cierto, algunos también en embarcaciones a través del Río de la Plata) y ya hemos visto algunos brotes en los últimos años, aunque el actual parece el más virulento hasta ahora y encuentra a la humanidad no sólo sin una vacuna para ella sino también sin tratamientos y medicación específicos para los enfermos. Este es también tiempo de imaginar cómo nos prepararemos para los nuevos embates que tal vez debamos enfrentar, qué sociedad vamos a construir, cómo desarrollamos los recursos que serán necesarios cuando las crisis aparezcan. Tenemos que pensar y actuar para el mediano y el largo plazo.
Parece ser que la esperanza de vida era de unos 35 años en la Edad del Bronce, de unos 28 años en la Grecia clásica y en la Roma antigua, de entre 35 y 55 años en el siglo XIX (dependiendo de si se pertenecía a las grandes mayorías o a las élites) y se encuentra hoy en un promedio de 70 a 72 años (en Argentina el promedio es de 78 años y hay países en África en los que es de 32 años). Los grandes cambios en este sentido ocurrieron desde comienzos del siglo XX y consistieron esencialmente en mejoras en sanidad y alimentación, así como en la instrumentación de políticas sociales de bienestar y de redistribución de la renta. Podemos aprender de la historia y del pasado reciente y construir sociedades en las que quepan todos. La mejor prevención para todas las crisis.
 
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