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Tantas cosas teníamos pendientes

Por Javier Petit de Meurville

Algunas decisiones son automáticas. No requieren mayor proceso mental de nuestra parte que no sea, por ejemplo, tomar el cepillo de dientes, el tubo con la pasta, apretar y proceder. O inhalar y exhalar el aire que nos anima. Otras decisiones, son prestadas. Estas también son de una gran velocidad y economía del razonamiento y, por dar un ejemplo, se evidencian generalmente con un “Sí, querida” seguida del acto que corresponda.

Estas decisiones parecen invisibles, casi ausentes de nuestra capacidad de elección. Pero ocultan un mundo detrás de ellas. El tubo de la pasta de diente, por caso, ¿lo exprimimos desde el extremo opuesto de su boca en dirección a la misma? ¿o lo tomamos del medio y lo dejamos como un ocho malherido sobre la mesada del baño? ¿Si lo exprimo de una forma significa que soy más organizado, previsor y mejor proyectado al futuro que si lo hago de otra forma, lo cual significa que me inclino por vivir el instante?

Respirar, algo tan simple y automático, se vuelve una decisión estratégica al momento de realizar actividad física, o de meditar, por dar dos ejemplos que, como en el caso de la pasta de dientes, se encuentran casi en los opuestos.

Ahondar en las decisiones prestadas como en el “Sí, querida” puede tener resultados inciertos, y peligrosos. Tal vez tienen una raíz en el “Sí, papá”, “Sí, mamá”, o “Sí, mi cabo primero” del servicio militar, pero es mejor no entrar en esos terrenos si no tenemos un buen plan de escape, o de salud, o un abogado especializado en familia.

La marca de los productos son un atajo en las elecciones. No lo había visto así hasta que Daniel Kahneman me ubica imaginariamente un supermercado increíble. En este supermercado todos los productos tienen exactamente el mismo envase blanco, con una única etiqueta en el centro, de color negro, con la marca en la misma tipografía y las especificaciones también ubicadas exactamente en el mismo lugar y con la misma letra. Las góndolas de este supermercado son prolijas, simétricas. Nada sobre sale, nada se destaca. En un supermercado así, para elegir los fideos podíamos tardar horas. No quiero pensar lo que sería realizar toda la compra del mes. Las marcas de los productos, su packaging deliberadamente diseñado para llamar nuestra atención y ocupar un lugar en el estante de nuestras neuronas, son un atajo que hemos elegido para tardar lo menos posible entre los pasillos del supermercado.

Otras decisiones, sin embargo, son misteriosas y más que tener raíces que las expliquen, parecen tener ramas extendidas hacia el futuro.

Tal vez, una de ellas, sumamente clara, es, justamente el “Sí, quiero” con el que nos comprometemos para siempre con alguien que, como nosotros, en ese acto olvida que la eternidad no es para los mortales.

Pero también aparecen esos pequeños milagros en decisiones que parecen menos trascendentes, menos inclinadas a sorprendernos.

Mientras buscaba los estantes para reemplazar el ropero, por un camino que no logro entender, o por un error al apoyar el dedo en la tablet, me aparecieron canastas de mimbre. Distraídamente, pasé los rectángulos con fotos diversas de canastas de todo tipo. Entre ellas, una vieja, algo desvencijada y descolorida, capta mi atención. Es una canasta con la forma de un moisés, más pequeña,  manija al centro y dos tapas. De pronto tengo siete años, estoy en las veredas de una calle de los suburbios de Buenos Aires, camino a la panadería “El Cañón”, o ya dentro de ella, comprando fugacetas de manteca, miñones y flautitas. En casa somos un montón. Dentro de la canasta llevaba la bolsa del pan, que tenía unas arandelas redondas de baquelita blanca. Seguramente después iría hasta el almacén. Recuerdo que el dueño decía “Siete u pe” cuando vos le pedías “seven ap”. Del otro lado del mostrador te devolvía una botella de vidrio de un litro. Eso era todo el contenido que distribuíamos entre cuatro, cinco o seis hermanos, depende del año de mi niñez del que estemos hablando.

La canasta de la foto era idéntica, pero le faltaba una tapa. Tal vez por eso el precio era sumamente bajo. O porque me estaba esperando, vaya uno a saber (o porque estaba vieja, sucia, desvencijada, y era completamente inútil, y no sé dónde pensar meterla, diría alguien con más anticuerpos para la nostalgia). La cuestión es que no pude resistirme.

Cuando le envié la foto de la canasta a mis hermanos, muchas otras imágenes salieron de su entramado de mimbre. Un mantel cuadriculado blanco y rojo que se desplegaba sobre el césped de un terreno en Ingeniero Maschwitz, Del Viso, o del Parque Pereira Iraola. Un termo, el mate, la yerba, las galletas marineras que compartíamos, la torta de ese fin de semana. También se metía en la arena, en las playas anchas de Claromecó o de Pinamar. Mis hermanos la recordaban como lo que realmente era en su origen: una canasta de picnic. Parece que hacer los mandados me tocaba a mí con mayor frecuencia.

Yo sé que los objetos no tienen espíritu. Pero la canasta evoca y provoca. Evoca los momentos felices y de unión familiar de mi infancia, y me provoca a recrear memorias similares para mis hijos.

Todos tenemos algo de arquitectos del futuro, más allá o más acá de dónde aprietes el tubo del dentífrico por las mañanas, o no sepamos qué hacer ahora con una canasta de mimbre de una sola tapa.

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