Cuando Alina Dutruel tenía 16 años, una fiebre reumática le caló hasta los huesos, y dejó en su corazón una cicatriz profunda. A principios del siglo XX, y en Colonia Esperanza, Santa Fe, eran pocas las personas que sobrevivían. Los médicos le advirtieron: si extremaba los cuidados, podría vivir 12 meses, tal vez 18. Si no lo hacía, moriría antes de seis meses. La noticia devastó a los padres. Tal vez por tratarse de una situación límite, sucedió algo poco común para la época: escucharon a Alina. Ella decidió no cuidarse. Su fragilidad le permitió entonces aprender el uso de armas de fuego, salir a cazar con sus mayores y ser la primera mujer en manejar un auto a combustión en aquellas chacras, y, posiblemente, en Argentina.
Me cuesta unir esa imagen de Alina, joven, a contraépoca, con la viejita silenciosa, regordeta, que siempre me daba galletitas brislé cuando, de chico, la visitábamos en su departamento de Santa Fe, y jugaba interminables partidos de canasta con sus amigas.
Alina, mi abuela, creaba olores y sabores fabulosos en aquella cocina, y lo recuerdo como si fuera hoy, aunque pasaron décadas.
Es extraño como funciona la genética. Aunque no lo admitan, algunos de mis hermanos heredaron parte del don especial que tenia ella para la cocina. Mi hermano Pablo, por ejemplo, te hace un rissoto mediterráneo que no se consigue ni en italia, y mi hermana Claudia, cuando era Guía (una especie de “Boy Scout” pero solo femenino), durante su adolescencia, hacía unas tortas marmoladas, que eran para chuparse los dedos.
Yo no te salgo del asado y del bife con ensalada. Mis hijos se reían porque durante un tiempo mi especialidad era la gelatina. Eso sí, ojo, le añadía algunas rodajas de manzana o banana. Un toque de locura, que ni a Francis Mallman se le ocurriría.
En épocas de patriarcado deconstruido, en varios de los grupos de WhatsApp comienzan a brotar amigos de nuestra generación que, parece, le compiten a mi abuela Alina. Lo que es peor, te mandan fotos y recetas. Mi amigo Marito, del grupo de compañeros de la primaria, por la mañana reniega en el corralón de materiales y por la noche te amasa las pastas, prepara la salsa, la cocina, y la sirve mientras la mujer lo mira, enamorada. Peor es el caso del grupo de motos. Entre fotos de la última Yamaha, del rendimiento cada 100 km de la Sym, o la capacidad de frenado de las Suzuki, nuestro amigo el Pollo, ex corredor de karting, te sale con unas chuletas al roquefort con puré de calabaza y cebollas caramelizadas que te la voglio dire, cocina rosca de pascuas y las dona a los médicos del hospital de su barrio. Encima, intercambian recetas con Martín y con Walter que empiezan a animársele a esto de entrar a la cocina para algo más que picotear de la heladera. Los otros especímenes masculinos del grupo, oscilamos entre querer casarnos con ellos, o esconder las fotos de sus logros culinarios a nuestras mujeres, no sea cuestión de que pretendan lo mismo de nosotros.
Pero, ¿no sería, acaso, este tiempo entre paréntesis que nos hace vivir la cuarentena, una oportunidad para probar cosas nuevas? Claro, me encantaría probar tirarme en paracaídas, o hacer rafting, pero la innovación deberá circunscribirse a las paredes que nos contienen. Y la cocina, parece que no, pero siempre estuvo cerca.
Antes de esto muchas veces me interesó conocer la historia de algunos platos. La milanesa, por ejemplo, ¿a qué genio perdido de la historia se le ocurrió esa mezcla de elementos? ¿la simpleza de las papas fritas no contienen una belleza similar a la belleza de la ley de gravedad? Y para vos, querido lector, cual es tu plato preferido o cual te animas a cocinar? Daremos una remera entre aquellos que respondan al mail ymca@ymca.org.ar Un menú de película sobre cocineros: “Sin reserva”, “Chocolate”, y si te gusta la cocina étnica: “Un viaje de 10 metros”.
También pensé en crear la “culinomancia”. Se trataría del arte de adivinación de la personalidad a través de su desempeño culinario. Una especie de “dime cómo cocinas y te diré quien eres”. Si el ser se evidencia en nuestro hacer, y el hacer deja huellas en nuestro ser, tal estudio podría realizarse. “Somos lo que comemos” dicen que dijo Sócrates.
Asimismo, podría aplicarse a las sociedades en su conjunto. Por ejemplo, la historia del asado de tira, característica de nuestra geografía, tal vez diga más de nosotros de lo que quisiéramos reflexionar. El costillar surge con la industria del frigorífico. Se faenaba el ganado con cierras a vapor, para exportar la carne argentina. Los mejores cortes salían en barco, pero el costillar y las vísceras, se desechaba o regalaba a los peones. Así nace el asado, entre la peonada de los márgenes de los mataderos y frigoríficos.
Por otra parte, una sociedad que compra murciélagos vivos en el mercado, y los come de diferentes formas, incluso crudos, es una sociedad que, aparentemente, no le tiene miedo a nada. Ni siquiera a pasar largos períodos de tiempo encerrados.
¿Será, tal vez, en parte, por la falta de la “culinomancia” y lo que tendría para enseñarnos, que estamos todos aquí, hoy, cumpliendo cuarentena?
Mi abuela Alina a los 83 años de edad, finalmente, se dignó a hacerle caso a los médicos, y falleció serenamente en el asiento trasero del Dodge 1500 en el que mi padre la llevaba de urgencia al hospital. Un poco en homenaje a ella y a mi hermana Claudia, me animé. Encaré la realización de una torta marmolada.
Debo confesar que me sentí un alquimista, algo salvaje y montaraz. No abrí el horno antes de los treinta minutos, y cuando lo hice, como por milagro, la torta se veía hasta bella. Y su sabor también lo fue. Es un dato objetivo: la prueba es que duró muy poco.
Eso sí, fue una de esas que vienen en caja, en donde hay que mezclar los polvos y seguir las instrucciones.
Por algo se empieza.